Una mañana de rastro dominguero como otra cualquiera. Los puestos se apelotonaban unos tras otros y los saludos de camaradería se sucedían, alguno con más o menos afectuosidad, siempre hay filias y fobias en estos microuniversos de pícaros. En aquel tiempo no existían móviles, ni subastas online ni jarandazas por el estilo y el conocimiento tenía mucho más valor que en tiempos actuales en los que, con un simple clic, se puede acceder a casi todo, aunque sea mentira.
Paseaba nuestro protagonista entre los puestos con el radar afinado al máximo y sabedor de que los grandes especialistas ya habían filtrado todas las delicias. Casi al final del recorrido saludó a un vendedor habitual y cual fue su sorpresa al ver una ingente montaña de material de Geyperman, Madelman y Mego, algo muy extraño en este tipo de mercadillos. Un totum revolutum, sin sentido ni concierto, una venta en lote a un precio módico. Sacó la cartera y, sin apenas negociar, todo a una bolsa del Sabeco y a casa.
“¿De dónde habrá salido todo esto?” se preguntó. Todo merodeador que se precie debe encontrarle a los tesoros, además de su obvio valor crematístico, una historia o relato adjunto que le otorgue a las piezas ese sazonamiento romántico que todavía las hace más interesantes. “En una buhardilla de un edificio que van a derribar, en tal calle” contestó el chamarilero con desgana. La cara de nuestro buscador se iluminó con un gesto de franca curiosidad y siguió tirando de la lengua. “Hemos ido a vaciar la casa, que debía ser de gente de perras, y en la buhardilla encontramos esto, pero vamos, hemos dejado casi todo allí”. La cara pasó de iluminada a inflamada y, tras conseguir la dirección del inmueble, empezó a pergeñar un acción de comando en su mente calenturienta.
El edificio estaba en una zona de la ciudad otrora de claro tono industrial y el inmueble a derribar en cuestión era, claramente, la casa de la familia propietaria de una de las empresas ya cerradas. La cosa pintaba deliciosa. Una robusta y decimonónica puerta de madera se presentaba como la única frontera entre la cueva de Aladino y la aventura más preciada.
Había que montar un equipo a lo “comando británico” y nada mejor para ello que dos compañeros merodeadores de los que son capaces de abordar una misión así de ridícula. Tras un estudio proceloso de la puerta y ver que la cerradura había sido renovada por otra nueva, instalada por el nuevo propietario del inmueble, los ceños se fruncieron, la actuación se tornaba compleja, pero uno de los comandos soltó la palabra mágica, “ácido”.
Bueno, disponían de el lugar, tenían la ganzúa ácida, tenían el transporte para escapar tras vaciar la escondida y oscura cueva de tesoros, tenían el valor y el hambre, y quizás portaban un exceso de romanticismo y una enorme falta de inteligencia. Vamos, hablamos de una patrulla condenada.
Aparcaron como Landa en aquella gran película de Forqué “Atraco a las tres”, en una esquina aledaña. Noche cerrada y avenida desierta. No hay nada más ridículo que un grupo de honestos y comedidos ciudadanos intentando hacer algo que consideran prohibido y que, para el más tirado de los delincuentes resultaría patético y digno de mofa y escarnio.
Salieron dos de los comandos a realizar la acción corrosiva pero volvieron inmediatamente a su coche de rateros, un vehículo de policía pasó en ese momento por la calle… ¿Los habrían detectado? Por supuesto que no, ¿Cómo se va a detectar algo tan estúpido?. La poli pasó rauda hacia menesteres más dignos y los Fantomas calzoncilleros se acercaron a la puerta. Probaron lo del ácido y resulto un auténtico fiasco, ni supieron insértalo en la cerradura, ni avanzaron un solo milímetro en cualquiera de las direcciones que podrían ser útiles, las miradas entre ellos saltaban entre el nerviosisimo, el cachondeo y el desastre. En la pelis y en las series de televisión las cosas suelen ser más divertidas y románticas, en el mundo de verdad todas ellas se convierten en humillantes realidades.
Tras intentos dispares, perjudicar gravemente la cerradura, sudar como ratas y lanzar más de un suspiro de frustración, el miserable equipo expedicionario retornó a su vehículo de fuga y volvió a cada uno de sus hogares entre claras muestras de “no estamos hechos para estas cosas”.
El merodeador, días más tarde, se acercó al lugar del delito, un par de veces, y miró el edificio que se erigía desafiante, férreo, cerrado como una caja fuerte, sólido como el hormigón nazi, ahí poca había que hacer. El promotor ya había puesto un cartel sobre el próximo derribo, la cosa se ponía fea.
Bueno, se dijo a sí mismo, iremos por el camino directo. Al llegar a su domicilio llamó al teléfono de la promotora a ver si, por casualidad, era posible visitar el edificio, habría que inventarse algún tipo de recurso como el diseño, la arquitectura o la estructura metálica de la construcción, cualquier excusa era buena para acceder a ese altillo. Finalmente se obró el milagro. El grupo comando, ya desenmascarado y con ropa de a pié, no a lo David Niven, concertó una visita con el propietario del inmueble que bien poco entendía de esa cita extraña.
Ya en el portal el promotor sacó las llaves para abrir la cerradura. Tras unas cuantas maldiciones por lo bajini sobre lo mal que funcionaba la misma (si él supiera) pudieron abrir el edificio. Bueno allí estaba el objetivo, conseguido. Subieron atropellados por las escaleras hasta el piso superior. El edificio rezumaba periodo industrial y trasladaba un profundo sentimiento de melancolía y tristeza, merecía más la vieja casona que ser derribada sin piedad. Pero no hay escrúpulos ni miramientos con el metro cuadrado en la ciudad, nadie rompe una lanza por estas estructuras, el dinero manda.
Llegaron al altillo. Era cierto, era la cueva de Aladino. Un enorme lío de armarios y estancias completamente desordenadas camuflaban lo que había sido el paraíso de niños bien con todos los juguetes y recursos del mundo. Algún viejo Madelman, piezas Mego, todo tipo de juguetes, un tanque Escorpión de Geyperman, múltiples dioramas de la Familia Hogarín, decenas de piezas e ítems. Sin apenas tiempo para nada, rodeados de polvo y adrenalina, los integrantes del comando llenaron varias bolsas de todo tipo de materiales, valiosos o no y salieron como alma lleva el diablo temerosos, pobres diablos, de que alguien los reconociera por la noche pasada.
Lo mejor era reunirse en casa de uno de ellos y, en un amplio espacio en el suelo, desplegar todas las presas para hacer un reparto equitativo. Era como “El gran robo del tren” pero, en este caso, con un compendio de juguetes destartalados pero emocionantes. Con camaradería y emoción repartieron el botín, luego cada uno desapareció por donde había venido. No era un gran botín, ni tan siquiera había sido un digno atraco, resultaba en una patética aventura que los dejó a todos con una sonrisa en la cara.
Años más tarde el merodeador pasó delante de donde estaba el viejo caserón. En su lugar se mostraba un frío, impersonal y mediocre edificio de viviendas con una cutre y hortera cafetería en los bajos. Nada quedaba del ladrillo industrial, de los herrajes, del bajo tejado y de aquella aventura. Lo miró con melancolía, no sólo por aquella antigua chapuza que había vivido muchos años antes sino, también, porque aquel comando tan desastroso nunca volvió ni volvería a entrar en acción. Llegó a la esquina y, cruzando la avenida, tomó camino hacia su casa.
Qué suerte tuvieron los merodeadores😄😄
ResponderEliminarNo se, habría que preguntarles, jaja, saludos
ResponderEliminar"No a lo David Niven" imposible describirlo con mayor precisión. Yo me veo tipo Cantinflas, o quizás Martínez Soria!
ResponderEliminarjajajaja, me alegro que te haya entretenido, un abrazo
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