Era un lugar especial, lleno de historia, diferente, extraño, oscuro y complejo pero a la vez luminoso. Caminando por sus calles el merodeador recorría varias culturas en escasos metros. Resultaba impresionante que en cuatro sencilla avenidas se mezclaran, en tolerante maridaje, musulmanes, cristianos, budistas e hinduistas, sin problemas, con paz, con esa tranquilidad de la que carecemos en otras latitudes.
La ciudad de Galle se mostraba formidable al atardecer. El paseo por el litoral, donde aparecían las viejas construcciones coloniales holandesas, resultaba inspirador. Los novios paseaban o se daban la mano de forma castísima y protocolaria, sentados mayoritariamente en bancos orientados hacia el mar.
En los árboles podías vislumbrar unos murciélagos impresionantes, más cercanos al tamaño de Batman que a los chiquiturros murcielaguillos españoles, casi parecían perros con alas. Eso sí, la naturaleza y los árboles que les servían de aeropuerto eran tan impresionantes que parecián hechos a escala de los animales, seguramente por eso eran así. Sin duda, un mal hábitat para ser polilla.
Cuando ya la noche era profunda cierto es que las mal iluminadas calles resultaban excesivamente oscuras, mezclada la sensación con olores poco reconocibles, nuevos ruidos y personajes dignos de una novela de Salgari. Un pelín de desazón recorría la piel del transeúnte. Aunque la bondad y cariño de las gentes locales, en un segundo, borraban cualquier atisbo de miedo o inquietud, gente buena, acogedora, humilde, educada y tímida.
Pasó por un comercio muy sencillo, una especie de pequeña tienda de todo, donde podrías comprarte un refresco o un producto sencillo de limpieza. Mal iluminada con una simple bombilla, la mirada de nuestro protagonista se dirigió, de inmediato, a una preciosa pieza publicitaria de Coca Cola, en idioma cingalés. Le pareció la mezcla perfecta, Coca Cola y su sinuosa y universal marca mezclada con esos caracteres tan amables y equilibrados, parecían hechos los unos para los otros. Era de material muy pobre, pero eso no importaba, visualmente magnífica.
Se dirigió al hombre que atendía el mostrador, de unos sesenta maltratados años, ataviado con una simple prenda de un tejido que parecía muy ligero. Tras él se vislumbraba un habitáculo, sin puerta, en donde al parecer se encontraba su familia viendo un programa en una televisión imposible. El meroderador quería adquirir la pieza Coca Cola.
No era fácil hacerse entender, por dos razones. No existía un idioma común y la petición resultaba estrafalaria. “Estoy interesado en comprarle esa placa”. Obviamente el hombre sacó una Coca Cola de debajo del mostrador. “No, la placa”. Sacó una Fanta. "No, no, me interesa la placa de publicidad".
Empezó a atisbar cierta cara de impaciencia en el buen tendero. Un nerviosismo que nace de la humildad, de la educación y de no poder entender al interesado europeo. Tal fue así que pasó al habitáculo interior y salió del mismo junto con una jovencita quinceañera, risueña y sorprendida de que su padre la sacara del telefim nocturno. La chica sabía un poco de inglés y entendió la petición, no sin realizar un divertido gesto de extrañeza y lanzar una confusa mirada hacia el visitante.
Transmitió al padre la petición. Intercambiaron unas palabras entre ellos, no discutiendo pero sí dentro de una ya muy divertida situación. El hombre miró al visitante como pensando “están locos estos extranjeros”.
La jovencita volvió a preguntar si lo que queríamos efectivamente era la placa de Coca Cola. Ya más relajado el merodeador vió que habían entendido su oferta,
El hombre salió de la trastienda con un destornillador, se subió a una banqueta, descolgó la polvorienta pieza publicitaria y se la entregó al cliente.
“Dígame cuánto le debo”. El hombre miró a su hija y ella le transmitió en su idioma, la pregunta. Negó con la cabeza, sonrió y le dijo a su hija una palabra. “Nada”, tradujo la jovencita.
No podía consentir algo así el buscador de tesoros e insistió vehementemente ante la joven para que admitiera un pago por la bonita placa. No hubo manera, resultaba imposible.
El hombre se volvió hacia el extranjero y le dijo la siguiente frase: “I love people”. El cliente, estupefacto ante semejante rotundidad y actitud, tan lejana de la sociedad capitalista e interesada de donde venía, no pudo menos que sonreír. Se contagió esa sonrisa, casi una risa. El vendedor, visiblemente contento, le dio la mano al comprador y se retiró a la trastienda.
Se quedó solo con la jovencita ante la que insistió “quiero pagar la placa”. Ella se negó con una mirada que decía “no insista, es imposible, dejémoslo ahí, no me meta en más líos”.
En situaciones así siempre intentaba rescatar del zurrón una solución creativa que, además, no fuera ni incómoda ni inadecuada.
“Bueno, pues visto los visto, querré dos Fantas frías” La joven no tardó en sacar dos anaranjadas botellas de debajo del mostrador y entregárselas al visitante. Éste fue a pagarle y le entrego un fajo de billetes, unos cuarenta euros al cambio, una fortuna para aquellos comerciantes, un vermut para aquel visitante. La joven lo miró extrañada.
“Muchas gracias, quédate con el cambio y da las gracias de nuevo al señor”
Se marchó rápido de la tienda antes de que volviera a salir el propietario que, sin ninguna duda, le habría devuelto todo el dinero excepto el coste de esas dos refrescantes Fantas.
Pedazo de historias Antonio
ResponderEliminarAlgún día, cuando tenga 70, igual hago un libro para que nadie las lea, je, abrazos
ResponderEliminarMaravilloso
ResponderEliminarGracias Jesus, abrazos
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