Nada más divertido que conocer las almonedas y los anticuarios de una ciudad con solera, pensó nuestro protagonista mientras marcaba en el mapa urbano de Oporto los lugares más idóneos para encontrarse con viejos y entrañables objetos.
Los paseos por la bellísima ciudad portuguesa eran siempre una aventura y fascinante encuentro con tenderos de bata gris, estanterías de madera repletas de curiosidades fuera de mercado, olor a cable, neumático, grasa de coche, humedad y viejo almacén, un aroma que había desaparecido hace tiempo de su ciudad natal y que, al reencontrarlo, le retrotraía a experiencias comerciales de casi medio siglo antes. Los orgullosos, eficaces y encantadores tenderos portugueses se quedaban sorprendidos por la atención y la sorpresa que mostraba antes materiales rutinarios y vulgares para ellos, pero excepcionales y llenos de historia para el merodeador. El conjunto resultaba fascinante, era una cápsula temporal.
De piezas de taller a cordelerías, de tiendas de cerámica a viejos artesanos, de aquella antiquísima tienda de electricidad a otra de repuestos agrícolas, oficios, comercios y productos que han pasado de los pequeños almacenes trasteros de estas tienditas a macroespacios comerciales sin personalidad, es muy darwiniano el progreso comercial en ésta época y para buscar una especie en peligro de extensión hay que acudir a hábitats poco frecuentados por los frugales visitantes y que sean parte de un tejido urbano consistente, lleno todavía de habitantes con solera.
Y Oporto ofrecía todos esos callejones, cuestas y escondrijos para que salten liebres de estas características. No sabía si era por esa imprimación británica que tienen nuestros vecinos del oeste pero todavía le dan valor a las cosas con textura y pátina.
Varias calles más arriba en un zona algo inhóspita encontró tres viejas tiendas de antigüedades, de las de listones de madera quejumbrosos en los suelos (¿será el viejo sistema de detección de alarma de los anticuarios?) de las que huelen un poco a moho y no las ventila ni la madre que los parió, porque si airean o iluminan igual hasta se descomponen como vampiros algunas de las piezas hasta acabar hechas cenizas.
Bonitas chapas, excelentes carteles comerciales, relojes, cuadros, objetos marineros, todo lo relacionado con la cultura de la deliciosa bebida local, monedas, decoración decimonónica, mucha azulejería y pasillos y más pasillos siempre oscuros. El vendedor, extrañamente joven pero con ojos de haber negociado hasta tratados de paz, ofrecía la mejor de las sonrisas al excitado extranjero que toqueteaba el género, un par de derrumbes de materiales amontonados pusieron en guardia al comerciante que debió pensar “otro pesado tocón que lo mira todo y no compra nada”, la verdad es que no estaba alejado de la verdad porque nada de lo ofrecido a primera vista interesaba al curioso y juguetón turista.
¿Y dónde andarán los juguetes? Se preguntaba una y otra vez nuestro protagonista, cuando apareció la típica vitrina con chapa y pequeños materiales alemanes, eso produjo inmediatamente un “glups” en su cerebro. Cuando un objeto se mete en una vitrina puede tener valor o no, pero lo que está claro es que tendrá precio y alto. Un par de monitos Schuco llamaron su atención, per los monitos éstos son tan caros que valen casi más que un mono traído de la Amazonia, además de ser piezas entradas en años, delicadas y algo raídas en textura. Un ratoncillo a cuerda por aquí, un coche en chapa por allá, bueno, la vida sigue y la vitrina era para otros bolsillos.
De repente, en una enorme mesa digna de una familia Amish, algo llamó su atención. Entre montañas de objetos apilados de forma anárquica, sombreros de copa, mantones, cajas de calcetines y una decena de viejas raquetas de tenis observó una caja interesante, extraña, diferente, de un tono gris rata pero con pequeños dibujitos que formaban una línea tapizada. Esos pequeños dibujitos eran pequeños iconos de juguetes, un osillo, patinete, un barco de vela o una pelota de colores, desde luego no era una caja de calcetines.
Tras derrumbar, de nuevo, un grupo de raquetas, cogió la caja misteriosa, bastante parecida en dimensiones a esas cajas de grandes muñecas para ricos, incluso gozaba de un bonito ribete acartonado en color grafito. Abrió la tapa. De repente, del interior, como Indiana al descubrir cualquiera de sus búsquedas arqueológicas, salió, metafóricamente, la luz que irradian los tesoros y alumbran las caras de los héroes en el cine. Dentro de la caja, apilada como sardinas en lata y con de miles de accesorios, estaba la colección de Madelman de primera generación de algún chaval portugués que todavía debe andar buscando. Estaban todos, todos los difíciles, el gasolinero y su imposible surtidor de combustible, los de ojos pintados, los complementos imposibles, los planos, maletines, botellas, revólveres, herramientas, que siempre buscas. Y lo mejor, todo ello sin roturas, sin ropas desgarradas, sin torturas infantiles en sus uniformes.
Inmediatamente cerró la caja, por si algún descarado cliente tenía la osadía de observar el descubrimiento. Lentamente urdió la estrategia. Pensó : “el precio de lo que hay en esta caja es sideral, ¿cómo hago para parecer un idiota ignorante?.... pues haciendo una pregunta idiota.
Traducido del portuñol: “Disculpe, ¿qué es ésto que hay en la caja? me ha parecido curioso y creo que es español”. “No lo se muy bien,” contestó el vendedor,” creo que son juguetes de su país, ¿Le interesan?”. “Bueno, no se qué decirle, es muy grande…. ¿A dónde voy yo con ese cajón de viaje por Portugal? va a ser un rollo en el avión. EL anzuelo estaba lanzado. “Pues si se lo lleva todo le hago un precio”.
“No se…. Pfff”. Sudores de manos e intento de bajar pulsaciones, qué importante era mantener la calma y trabajar la comunicación no verbal en estos casos, pensó. “Venga, lléveselo todo por XXX”. El tiburón había caído en la trampa, el tesoro era suyo.
Salió de la tienda de antigüedades como si hubiera robado un banco, intentando modular el ritmo en el paso pero el cuerpo y la mente pedían echar a correr. De inmediato fue al hotel donde se alojaba y dedicó dos o tres horas a clasificar el tesoro inabarcable. Envolvió las decenas de madelmanes y cientos de complementos en abundantes bolsas que repartió por maletas y macutos como si fuera un mulero centroamericano de pro. En el aeropuerto de Oporto aún andan pensado “Pero que narices lleva este tipo en las maletas”. Eran aquellos tiempos cuando todavía no existían las ventas online, ni los espacios web para coleccionistas y, ni todo el mundo sabía de todo y no se les ponía a las cosas el precio loco del que más pide por ellas. Una historia de otro tiempo que el merodeador disfrutó cada segundo.
Relato maravilloso de una "cacería" hoy irrepetible. Seguro que aquella noche, nuestro afortunado merodeador, durmió muy muy feliz, con una gran sonrisa en su cara... Un abrazo de Javier.
ResponderEliminarY con un grave problema de logística no te quepa duda. abrazos
ResponderEliminarDigno de ser observado ése merodeador que se hizo el "tonti-listo" y consiguió parecer tan "tonto" que dejó "listo" al tendero, seguro que cuando salió de la tienda con la caja llena de ¿que es esto? llevaba mojados hasta los calcetines.
ResponderEliminarMe ha encantado.
GRacias por tu comentario..... seguro que le sudaba hasta el dedo gordo del pie, jajajaja, un saludo
ResponderEliminar"Salió de la tienda de antigüedades como si hubiera robado un banco"
ResponderEliminarSeguro que el dueño de la tienda habría tenido miles de horas muertas para catalogar e investigar el precio de su género pero sin duda prefirió dedicarse a otros menesteres. Pero entonces ...
¿donde iban los merodeadores a perpetrar sus asaltos ? jajaja.
Fantomas no lo hubiera expresado mejor.... jajajaja, abrazos
ResponderEliminar