sábado, 7 de septiembre de 2024

CRÓNICAS RIDÍCULAS DE UN MERODEADOR (XX) LA VITRINA

 
















No era habitual encontrarse en la ciudad una exposición tan interesante de juguetes como la que se anunciaba en todos los tabloides. Los coleccionistas de la ciudad, algo escasos de eventos y momentos de estas características andaban revueltos, nerviosos, como los chavales que están a la espera de un nuevo álbum de cromos en el quiosco de rigor o de un nuevo capítulo de la serie televisiva de moda, cuando sólo había dos canales de emisión.

Nuestro Merodeador tenía su red de colegueo y consiguió, con artes nobles, establecer cierta relación con el brutal coleccionista, ducho en mil batallas, que traía los contenidos de la muestra a la sala de exposiciones seleccionada. Su colección era tan vasta que modulaba el material según la ciudad, el público a la que se dirigía y las dimensiones y aforo del local. En este caso, el promotor local, con pocas miras, limitó las edades de los juguetes hasta finales de los años setenta del Siglo XX, centrándose en la chapa y materiales de alto nivel, como queriendo darle un barniz más cultural, más elevado. Poca visión. 

El juguete es atemporal, y cada generación selecciona sus fetiches y, no es que deseche la belleza e interés de las anteriores o posteriores, pero nada como la pieza contemporánea al momento y edad del disfrute, al tiempo y al momento de la gran vivencia.

Limitar la oferta, obviamente, limitó el público. El propietario de la colección lanzó un silencioso “grunt”, por que conocía la importancia de atraer a todos lo públicos, ya que todos son y hemos sido niños, es la magia del juego.

Nuestro merodeador siempre miraba con cariño a esos viejos y veteranísimos coleccionistas a los que invitó a un pre-estreno exclusivo de la muestra. Le gustaba compartir con ellos café, churros, conversación y escucha. Nada hay más satisfactorio para un coleccionista que narrar su colección, que ver a alguien interesado por ella, que compartir matices y datos, y él era feliz escuchando la avalancha de datos, de sabiduría y de felicidad que había dentro de esas conversaciones.

Hay un brillo especial en estos coleccionistas, pensaba, y era cierto. Su pasión los trasladaba a la niñez, al recreo, al momento de conversación con los compañeros donde contaban que tenían ya ese cromo imposible o por fin llegaba el juguete ansiado. Esa fuerza que atesoraban les empujaba a hacer muchos kilómetros, a ir de ciudad en ciudad, de feria en feria e, incluso, a tener sus propios puestos en mercadillos. “Yo tengo tres mil coches de colección”. “He conseguido tal y cual cosa”. Al final necesitamos que nos quieran y este afán de la colección va un poco de eso, ¿no? De aceptación y otras profundidades psicológicas poco interesantes.

Había conseguido algo relevante y que prometía anécdotas y colisión de galaxias, una visita privada a la exposición, previa a la apertura, de la mano del propietario, del máximo gurú de la chapa y la rueda, de la cuerda y el vinilo. Los clientes; los coleccionistas más brutales de su ciudad… algunos llenos de suspicacia, otros con ojillos envidiosos pero, en líneas generales, todos emocionados por vivir el momento.

Empezó el show. Nuestro merodeador simplemente hizo de introductor, luego después las fieras campaban a su anchas, llenos de preguntas y “ohs!” de admiración. La cosa funcionaba y el ambiente era fantástico. Algunos de los elementos mostrados eran únicos, jamás vistos. Otros tenían un sentido de vínculo con la ciudad de los asistentes, estaba todo bien trabajado, con olfato e inteligencia.

Pasó la sala de los coches, impresionante. Ese Bugatti, aquel Alfa Romeo, qué decir de ese Jaguar o del Hispano Suiza a precio de diamante surafricano. Desfilaron los “En éste color sólo hay dos” o los “con aquella figurilla no recuerdo exista a otro”.

La saliva se asomaba por la comisura de los labios de uno y otro. Nuestro protagonista estaba satisfecho, los “mayores” estaban jugando en primera división, y se veía mgnífico contemplar a gentes de sesenta o setenta felices como escolares.

Y pasó la sala de los aviones. Y la de los juegos educativos. Y llegamos a uno de los platos estrella del menú, la sala de los trenes. Impresionante modelos de máquinas e infraestructuras asomaban protegidos por vitrinas impolutas.

De repente, uno de los coleccionistas más avezados frunce el ceño, con disgusto, algo de decepción y con un creciente gesto de erudición en sus ojos, cejas y compostura. El merodeador se dio cuenta de la situación, lejos de intervenir, dio dos pasos atrás para observar el cuadro como buen voyeur juguetero.

El coleccionista comenta de repente: “Mmmmm, en este tren , un X de 1930 fabricado en tal país por la marca Y, del cual, por cierto, dispongo de la versión mate, hay un error importante”. Se hizo el silencio. El propietario lanzó de inmediato una mirada de incredulidad con gotitas de terror y un azucarillo de sed de sangre. “Obviamente” (continúa el coleccionista) “en este modelo el vagón de carbón ha sido colocado al revés, no puede tener ese tipo de disposición”.

El propietario dirigió su mirada como un relámpago al dichoso vagón, efectivamente, estaba al revés. Nuestro protagonista no pudo apenas contener la risa, el coleccionista purista y puntilloso su gesto de “el que sabe sabe” y el resto de súpercoleccionistas un “¿Cómo es posible?”.

De inmediato, el propietario, subiendo el tono de voz, lanzó la bomba: “¿Lo cambiamos?” “¡Sí, lo cambiamos!”. Súbitamente un grupo de siete venerables caballeros en edades superiores a la jubilación se encontraron levantando a pulso una enorme vitrina de un gran diorama ferroviario, ante el estupor de los encargados de la sala y el personal de atención al público. Tras dejar la cristalera en el suelo llegó el gran momento, el sumo honor de, con una sonrisa y una mirada de “vaya crack estoy hecho” darle la vuelta al vagoncillo y ponerlo como mandan  los cánones. “¡Así sí!.

Tras volver a colocar la vitrina, entre divertidas risas, un poco de resuello y alguna gotilla de sudor en la frente, el grupo de bestias del juguete siguieron el curso de la exposición, satisfechos, cogidos del hombro, como si fueran compañeros de toda la vida, sabedores de la gran aportación de valor añadido que su excelencia de conocimientos había aportado a la muestra. El merodeador iba detrás de ellos, observándoles con admiración y cariño. La azafata de la sala le miró con cara de no entender absolutamente nada de lo que había pasado que consistía en que unos niños habían jugado con un tren.

4 comentarios:

Ruster dijo...

Patio de la infanta Ibercaja. La verdad es que fue una gran exposición. Muchísimo nivel.

Antonio Saz dijo...

Jajaja, son historias que pueden ser realidad, o no, simples historias. ABrazos

Ruster dijo...

Jajaja, te falla la memoria, lo contaste cuando comentaste la exposición

Antonio Saz dijo...

Jajaja, callaaaaaaaaaa malvadooooo, jajaja, un abrazo

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