Las cosas tenían que ocurrir cuando tenían que ocurrir y los encargos debían tener un por qué y una razón detrás. Si a cada cosa que se le ocurría el remedio consistía en una búsqueda, compra o adquisición, íbamos por mal camino. Así que hace ya tiempo había decidido que todo lo que llegara a la colección debería tener un estricto sentido, más que nada para que al verlo cada día no apareciera en el hombro un Pepito Grillo cantarín al son de “¿para qué?”.
En esto caso todo tenía sentido y pasión empujando. Llevaba tiempo pensando en hacer un bonito regalo a alguien que se lo merecía muy y mucho, el típico compañero de batallas y gustos, ese tipo de persona que dice la misma palabra que tú cuando ve un libro en el rastro o un tebeo en el escaparate. Así que, ni corto ni perezoso contactó con uno de sus grandes ídolos de la tinta y el acrílico, ya venerable y ultrajubilado para hacerle un encargo artístico, eso que los americanos llaman “comissión”. Había reflexionado sobre el asunto largo y tendido, porque era mucho dinero y, de hacer un encargo de este tipo, debía ser muy creativo y original para no caer en el típico asunto referente a aquel personaje o aquella portada que todos tenían en mente, lo consideraba esencial.
Además, el regalo tenía una fecha determinada detrás, ineludible, y había que ponerse en marcha. Al final, tras muchos devaneos, se encendió la bombilla de la originalidad. Un par de ilustraciones, una para el amigo y otra para su colección, de un par de personajes que dicho autor había realizado en los viejos años setenta del pasado siglo para una empresa norteamericana, algo extraño y diferencial que esperaba nunca le hubieran encargado.
Tras tantos años de peregrinar por el mundo del arte pop pudo contactar con el artista deseado, una persona humilde, sencilla, extraordinaria, bastante ajena a la veneración que congregaba ante su pincel y sus creaciones, muy típico en el país. Aquel hombre era un pensionista que se ganaba alguna perra haciendo este tipo de encarguitos aquí y allá. Accesible, respondedor y entrañable, contestó de inmediato a nuestro protagonista.
La idea consistía en esos dos personajes, cada uno mostrado en un pliego DA3, de papel de ese que quita el hipo, generoso y acabado con primor. La petición fue recibida con cierta extrañeza, ya que el maestro ilustrador estaba acostumbrado a otro tipo de peticiones. “¿Pero estás seguro que quieres ésto?”. “Voy a intentar recuperarlo, lo hice hace tanto tiempo que no se si podré solucionarlo”.
La respuesta generó algo de inquietud en el coleccionista, pero ¿qué es la vida sin riesgo?. Pasó medio mes y el veterano maestro remitió un mensajito a su esperanzado cliente. “Creo que lo he conseguido, pero te mando un par de fotos del móvil y me dices si está a tu gusto”. Su móvil y su cámara estaban en la misma línea de veteranía que su propietario, no eran de gran calidad y la resolución dejaba mucho que desear, pero ahí estaban los encargos.
Dos obras maestras, especiales, esmeradas y emocionantes. Todo lo que buscaba estaba tras el color y la tinta, toda la magia del siglo veinte y de aquellos fascinantes y críticos años setenta. “Magnífico maestro, muchas gracias”, y el coleccionista transfirió los maravedíes al creador.
“Te preparo un cilindro de cartón duro, resistente, y mañana voy a Correos a enviarlos”. Al día siguiente, el venerable anciano pintor de mil magias se fue hasta la sede de Correos de su barrio, sito en un bonito pueblecito de costa, de pequeño-mediano tamaño, un lugar lleno de encanto, con luz especial.
Los años nos estaban para muchos viajes a Correos, tras esperar un buen rato, pudo certificar el paquete, una sonrisa de paz apareció en su serena expresión, de vuelta a casa, siesta y por la tarde paseo por la playa.
El paquete no llegaba, y los nervios del coleccionista iban en aumento. No se recibía en destino, no aparecía en origen, los días pasaban, las fechas apremiaban y las obras maestras estaban en paradero desconocido.
El coleccionista llamó al maestro, el maestro no tenía ni sabía qué decir, su reputación era impecable, su responsabilidad legendaria y su trabajo ... pues se había esfumado. Puso rumbo de nuevo a la oficina de Correos, un día, otro, otro más… así hasta casi una decena, creó una auténtica senda del dibujante desde su casa a la pequeña sucursal.
El coleccionista también acudió a su sucursal de recepción, sita en una gran ciudad, llena de lío y trasiego. “No hemos recibido nada”, “No nos consta”, “Hable con el remitente”, “Que raro”…. Y las joyas perdidas en el limbo.
Llegó el día en el que debía entregar el regalo, y no pudo ser, sólo alcanzó a hacer como George Lucas con los primeros juguetes de Star Wars que no llegaron a las estanterías de las tiendas en navidad de 1977; “pronto en sus pantallas amigos”.
El sudor frío bajaba por la espalda del coleccionista. Una última intentona en su oficina. “Ese paquete ha sido devuelto”. “¿Cómo?” pensó. Pero bueno, por lo menos no había sido incinerado. En origen el ilustrador, ya agotado y casi rendido, seguía yendo a la oficina hasta que un día, finalmente, le llegó el paquete devuelto. Habían pasado casi dos meses y el universo estaba a punto de derrumbarse, ya sabemos que estas cosas, pese a ser pequeñas, son muy importantes, y ya empezaba a haber desgaste entre fan e icono.
“Lo vuelvo a mandar”, espetó con nerviosa incertidumbre. Y sí, tras otra larga espera, llegó. habían pasado tres largos meses de gestiones, caminatas y frustración, casi una estación.
Cuando el coleccionista colgó en la pared de su habitación de chucherías la brillante y excepcional ilustración, tan esperada, tan escondida y tan perdida, tan encontrada, no pudo más que emocionarse. Cuando aquella persona querida la recibió, también lo hizo. Al final, no solo tenían en sus manos obras deliciosas, además atesoraban los kilómetros que el pobre artista, arriba y abajo, había hecho por la senda del dibujante.
En origen, el viejo ilustrador, miró su móvil; “todo ok, gracias maestro, nos encantan”. Suspiró, apagó el móvil, se tumbó en el sillón orejero, saboreó la brisa marina que entraba por la ventana de la galería y pensó: “Algo he tenido que hacer mal para tener que estar pegándome estas palizas a mis años, cullons”.
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