Sabía que el universo de Star Wars no estaba en su mejor momento, lo sabía. Su corta experiencia ya le había mostrado, más de una vez, que los mundos de seguidores y fans oscilan más que una montaña rusa. De repente, una multinacional o una marca de pipas, recogía el testigo de uno u otro producto y de nuevo tenías una franquicia en la cima del podio.
La verdad que en aquellos años y más tarde, a lo largo de su vida, le cogió mucho cariño a esos artistas, temas o modas que se encontraban en el pozo, en lo más hondo. Marvel, Madel, Exin, Galáctica, no hay temita que no haya recorrido caminos bizarros en autobús de tercera. Y aquel era el momento de Star Wars. Y en España cuando llegan estas cosas es porque están ahí, en quinta división, alejadas de los oropeles en territorio natal.
Había sido una carambola enterarse de la convención que iba a acaecer en Barcelona. Eran tiempos humildes, de póster y como mucho un casco, y más que sencillo. Las figuras de acción disponibles eran las que eran y el mercado nada que ver con lo que vendría decenios más adelante. Nadie disponía de un uniforme de un soldado imperial, transcurrían las cosas sin internet, con sencillez y humildad, de una forma profundamente analógica y pequeña, de moqueta, billete de mil pesetas y mucha ilusión. Conseguir coleccionables era harto complejo y requería constancia, búsqueda y esfuerzo, la sal de la vida.
Con todos estos ingredientes en la paella había que cogerse un autobús para ir hasta la cosmopolita Ciudad Condal. Los dos amigos llevaban su más querido ítem, cada uno un casco galáctico, Vader y Soldado Imperial, nada de Rebeldes, no molan. Con los zarrios bajo el brazo lo dicho, butaca de eskai, vídeo de quinta en el viaje y rumbo a la city.
Con aquellos ojos de chavales las cosas se vivían y paladeaban de una forma diferente, todavía no habían llegado los hartazgos galácticos que traería el nuevo siglo, un enorme buffet libre de blasters y seres de todo tipo, indigestión garantizada para los austeros estómagos de quien tomaba un bocata al año, pero sabroso y que sabía de maravilla, jamón rico y pan con tomate.
Aquella convención ni era especial y un pigmeo al lado de cualquier muestra mediocre que podría realizarse en Estados Unidos, pero bueno, estaban allí. Dando vueltas. Y tampoco por aquel entonces la gente de a pié disponía de piezas tan molonas como esos dos cascos, los dos amigos fardaban con ellos bajo el brazo, los Paco Martínez Soria de Star Wars, con cesto y gallina pero con el orgullo de quienes habían abierto el celofán de Star Wars en 1977, a pié de butaca, nada podía quitarles aquella experiencia única, ni el Imperio Disney.
Los actores de Star Wars, maltratados muchas veces por la industria e intentando ganarse alguna libra de convención en convención, se acercaron a la cita, dos pesos pesados. Jeremy Bullock, nada más y nada menos que Bobba Fett, el caza recompensas, y el gigante David Prowse con su incontinencia verbal que tantos disgustos le costó, el gran Darth Vader. Y allí andaban los dos amigos, intentando hacer hueco entre sables y fans, no era fácil.
De repente aparece una cámara de televisión catalana, y quiénes mejor que Alfredo Landa y Pepe Sacristán (así se sentían nuestro protagonistas) llegados del recio y desértico Aragón para servir como ejemplo, para todo el país, del caldo representativo de tipo fan hispano. No estaban preparados para el momento, más aún cuando los periodistas, con ganas de carnaza, les solicitaron que se pusieran los cascos. La juventud, según va desapareciendo se va sustituyendo por los prejuicios, los corsés y las pocas ganas de hacer el ridículo, en ese momento todavía había elasticidad en la mente de nuestros fans y claro, fueron retransmitidos ataviados con bonitos abalorios imperiales, para chanza y pitorreo de sus familias y amigos, la verdad es que La Fuerza no les acompañó en aquel momento. Pero sabían reírse de sí mismos.
La convención acababa con un gran momento digno del mejor cine Z español. Todos los presentes, aquellos simpáticos fans aragoneses, el resto de seguidores del universo y, por supuesto, Vader y Fett, se trasladaron a una Boitè, una sala de fiestas con sillones bajos, mesas redondas negras y dignísima y oscura iluminación. "No se si Carrie Fisher habría pasado por esta experiencia" pensaron, pese a ello, allá fueron.
Y en una de esos espacios discotequeros, de esos pequeños saloncitos de cubata y jugueteo amoroso, allá se produjo el encuentro. Dos jubilados británicos, majos y agradables, sencillos, de esos que parece que van rumbo a Benidorm, vaso de tubo en ristre, apalancados en el sillón bajo, mirando extrañados sin saber qué pasaba y qué les rodeaba. De la estrella de la Muerte a un barucho barcelonés, no hay Tie Fighter que digiera eso. Pero el saber estar de las islas y las libras que se habían embolsado, no moneda imperial, sino de curso legal, les obligaba, pese a estar en el lado oscuro de la saga, a soportar con británica sonrisa cuantos fan les llegaban.
Nuestros queridos protagonistas allá andaban, y se encontraron con ellos, en un momento entre surrealista, divertido y cómico. Los actores firmaron los cascos, como correspondía, dieron la mano y siguieron con el pepinazo de whisky. La vuelta en bus fue bonita y disfrutona pero conllevaba una reflexión importante que, más adelante se convertiría en una verdad. Las ilusiones, las fantasías, los héroes, los iconos, pensaron, es mejor dejarlos en el imaginario, allá lejos, en la galaxia, porque cuando te encuentras con ellos, cubata en mano, aparecen las realidades, menos brillantes, menos interesantes y, sobre todo, mucho menos ensoñadoras. Con el tiempo, los dos amigos aprendieron que los héroes no lo son y que lo que más les gusta es sentirse y ser tratados con sencillez, normalidad y ser persona, hablar de fútbol o de un buen vino.