jueves, 19 de noviembre de 2009
Periodistas, maleantes y Baltimore
La verdad es que me ha dejado huella mi doble visita este año a la ciudad de Baltimore, fascinante y peligrosa. Más aún tras entrar en las tripas más oscuras de sus mecanismos a través de The Wire. Os transcribo un artículo del EL PAÍS de 26 de julio de Javier del Pino sobre David Simon, alma mater del proyecto televisivo The Wire, los porqués de la serie, los cómo y su experiencia de 15 años como cronista de la ciudad:
"Tras quince años pateando las calles de Baltimore como reportero de sucesos, David Simon escribió el guión de una obra maestra. ‘The Wire’ es ya una serie de culto. Su creador reflexiona sobre los males de las leyes, la prensa y EE UU.
David Simon estaba convencido de que una serie de televisión sobre traficantes, delincuentes, políticos y policías en Baltimore tenía que meter al equipo de rodaje en los barrios bajos de esa ciudad si quería ser realista. Los despachos de los políticos y las comisarías de policía se podían reproducir en un estudio, pero ni el mejor presupuesto podría nunca imitar en cartón piedra algo que distingue a Baltimore en particular: la calle.
Baltimore es fascinante pero criminal. Mezcla el sabor histórico y la herencia portuaria con el drama de una realidad en declive y un proceso de desindustrialización que ha dejado en el paro a dos de cada tres negros en un lugar en el que tres de cada cuatro habitantes son de esa raza. En esas calles y esos suburbios desangelados, que son insoportablemente gélidos en invierno y pegajosamente húmedos en verano, no hay nada más familiar que el sonido de un disparo. Hay casi 300 crímenes al año, tres veces más que en Los Ángeles y seis más que en Nueva York.
Y allí se plantó el equipo de ‘The Wire’. Su creador, David Simon, se temía lo peor: pensaba que más tarde o más pronto tendrían que salir corriendo con las cámaras a cuestas por haberse metido en una zona demasiado peligrosa. Ocurrió lo contrario. Se corrió la voz entre los maleantes de la zona sobre una serie de televisión dedicada a retratar la delincuencia en Baltimore, empezaron a circular DVD piratas con capítulos de la serie y muchos de esos maleantes creyeron reconocerse en alguno de los personajes. Simon cuenta cómo, en las últimas temporadas de la serie, gente con aspecto poco fiable se acercaba por la zona del rodaje y preguntaba, como si aquello fuera una banda, dónde está el jefe. Uno de esos visitantes patibularios se le acercó y le dijo por lo bajo: “Vimos el episodio del otro día. El tipo del que hablábais es Warren, un amigo mío. ¿Os habéis enterado de lo que pasó hace un par de días en el embarcadero?”. Y así comenzó una sinergia poco probable: delincuentes convertidos en guionistas.
“No estaban a sueldo”, cuenta Simon a El País Semanal, “pero The Wire se convirtió en una bola de nieve, en parte porque esa gente, en la calle, sabía que estábamos contando sus historias sin añadir ninguna ficción al relato. Por eso nos contaban cada vez más cosas. También muchos fiscales nos hablaban de los casos en los que estaban trabajando, o micrófonos que habían colocado a este o a ese traficante, o pinchazos telefónicos. Y muchos policías. Pero, sobre todo, gente por la calle. Nos veían filmar en Baltimore, se acercaban a nosotros y nos contaban sus historias”.
Un buen número de críticos de televisión e incluso analistas políticos, como Jacob Weisberg o Tim Goodman, han calificado a The Wire como la mejor serie en toda la historia de la televisión: “Ninguna otra serie ha hecho nunca nada remotamente parecido a lo que ha logrado ésta: retratar la vida social, política y económica de una ciudad americana con la amplitud, la precisión observadora y la visión moral de la mejor literatura”, escribe Weisberg en Slate.
“Mi posición política está más a la izquierda que la de la mayoría de la gente de mi país”, dice David Simon. “Yo creo que el experimento americano ha descarrilado. De algún modo, aunque acepto la inevitabilidad y la certeza del capitalismo como motor de la economía, no considero que el capitalismo puro y duro pueda ser nunca el sustituto de un orden social. Eso es lo que ha ocurrido en este país en los últimos 25 años y el resultado de eso es The Wire: una sociedad en la que los individuos están marcados por el trabajo que logran o el lugar en el que nacen. Cuando se le da rienda suelta al capitalismo desaparecen los derechos de los trabajadores porque los trabajadores se convierten en sólo una herramienta del capitalismo, dejan de ser seres humanos. Si estás en lo alto de la pirámide productiva y te beneficias de esta dinámica, fenómeno; pero si estás en la parte de abajo, eres una víctima. Por eso EE UU es un país más brutal e indiferente que otros, sin interés alguno por compartir los beneficios entre toda la comunidad. Eso es The Wire: una declaración política de principios”.
‘The Wire’ existe porque David Simon se pateó esas calles durante casi 15 años como periodista de sucesos del Baltimore Sun. Se camelaba a los agentes de policía para patrullar con ellos y se trabajaba las fuentes a la antigua usanza: con amigos en el lado de los buenos y en el lado de los malos.
Una noche conoció en una comisaría a un tal Ed Burns, un detective de homicidios con modales extremadamente educados, poco ajustados al modelo policial. Simon sabía que Burns manejaba información suculenta sobre delitos y batallas entre bandas rivales y estaba asignado a un caso de escuchas policiales que interesaba al periódico. Decidido a hacerse con su confianza, le pidió quedar en algún sitio para que le contara cosas de las que no podía hablar en la comisaría. Burns le citó en una biblioteca pública. “Estará de acuerdo conmigo en que es sorprendente que un policía te cite en una biblioteca”, dice Simon. “Y cuando llegué allí, vi que en realidad ésa era su biblioteca, y que había quedado allí conmigo para de paso sacar un montón de libros. Lo primero que le dije fue: ‘¿De verdad que eres un poli?”.
Burns era, en efecto, un policía peculiar. El periodista y el detective, el informador y su fuente, descubrieron enseguida que ambos se movían con soltura en la calle, manejaban el argot del gueto y sabían distinguir entre un delincuente peligroso y un chaval sin malicia que había nacido en el lugar equivocado.
En realidad, David Simon de lo que quiere hablar es de periodismo. Acaba de ir a Washington para comparecer ante unas sesiones del Comité de Comercio del Senado que analiza el futuro de esta profesión. A un lado está su carrera en el gremio y sus años de reportero en la calle; al otro, la situación actual de la prensa y el periodismo. Cuando él trabajaba en el Baltimore Sun, el periódico tenía 500 personas en la redacción; dos ediciones en la calle, matutina y vespertina, y hacía secciones locales para cada barrio de la ciudad. Simon visitó la redacción por última vez hace un par años. “Estaba medio vacía. Había un montón de mesas que parecían no tener dueño, y eso fue antes de la última serie de despidos en el Sun”. Hoy, dos años después, sólo hay 150 personas en la redacción. Los dueños vendieron el periódico a la Times-Mirror Company en 1986 y esa empresa fue absorbida después por el gigante Tribune, que se declaró en bancarrota hace unos meses.
El Sun ha sufrido los mismos males que gran parte de la prensa mundial: reducción del número de lectores, competencia de la prensa gratuita, descenso de los ingresos publicitarios… Cuarenta periodistas han recibido en mayo la notificación de su despido. “No es sólo culpa de la aparición de Internet”, argumenta Simon. “No sé en España, pero en EE UU los dueños de esta industria cometieron el error de asociarse y conglomerarse, y después esta prensa conglomerada se lanzó a la Bolsa para aumentar al máximo sus beneficios. Pero a cambio, Wall Street obligó a las compañías editoras a recortar el producto para aumentar el margen, y por recortar no me refiero sólo al número de páginas o a la plantilla, sino que fue también un recorte de sus propias ambiciones periodísticas. Les bastaba con que el periódico fuera atractivo o sofisticado, pero no prestaban atención a los contenidos. Yo me fui del Baltimore Sun en la tercera reducción de plantilla, y eso ocurrió en 1995, cuando nadie tenía Internet en la cabeza”.
Habla del Baltimore Sun con tristeza y un margen de resentimiento. Cree que dentro de unos años el periódico habrá quedado reducido a “un despachito con 10 personas” y se habrá convertido en una edición supuestamente local de uno de los dos o tres grandes periódicos que, según él, podrán sobrevivir a esta crisis del sector.
Igual que hizo ante los senadores, arremete contra una profesión que no cuida al mejor de sus especímenes: el reportero, que comparte junto al corresponsal la categoría periodística de especie en extinción. “Mire: el periodismo es una profesión. Yo mismo no era un buen periodista de investigación los primeros años. Lo único que hacía era intentar explicar al lector el quién, el qué, el cuándo y el dónde de una noticia, y quizá a veces el cómo. Pero tuve que patearme las calles durante cuatro años para conseguir mis primeras fuentes y, sobre todo, para entender los asuntos a los que me dedicaba y ser así capaz de explicar a los lectores el porqué de las noticias. Por qué hay una guerra entre bandas de distribución de droga. Por qué aumenta la violencia en Baltimore y la policía no puede hacer nada. Por qué mueren cada vez más policías. El porqué es lo que convierte al periodismo en un juego de adultos, y la única manera de explicar el porqué es mediante periodistas absoluta y enteramente comprometidos con la cobertura de un asunto determinado o una institución. Y para tener ese tipo de periodistas en plantilla, los periódicos tienen que pagarles lo suficiente. Por eso no tengo absolutamente ninguna fe en eso que se llama periodismo ciudadano, o lo que hacen la mayoría de los bloggers. Lo que hacen ellos es comentar las noticias, y a veces lo hacen de manera original, tanto que a veces lo que escriben puede ser interesante. Pero eso es comentar, y comentar no es hacer periodismo. El periodismo no es un hobby, es una profesión”.
Sus ataques a la blogosfera durante la comparecencia en el Senado le han proporcionado una avalancha de críticas… en la blogosfera. Acusa a los bloggers de dedicarse en la mayoría de los casos “a amontonar informaciones que encuentran en otros lugares sin hacer ellos mismos ningún ejercicio de periodismo. Y acuso a los bloggers de escribir mucho sobre corrupciones sin haberse dedicado nunca a conocer por dentro las instituciones que critican”.
Con esta percepción sobre el mundo del periodismo, parece lógico que la quinta y última temporada de The Wire girase en torno a los medios de comunicación y sus herramientas de manipulación. La profesión que él retrata en la serie ha perdido sus ideales y en buena medida su razón de ser, porque es incapaz de entender la complejidad de aquello que ocurre ante sus ojos. Se conforma con sucesos que tienen principio y fin en lugar de buscar la verdad de las cosas.
A Simon no le sorprende que The Wire pueda ser elogiada en lugares tan alejados de ese suburbio de Baltimore como España. “Todos tenemos las mismas características como seres humanos. He querido siempre crear empatía hacia los personajes de la serie, hacer que fueran seres humanos, no caricaturas”.
Votó por Obama, pero lamenta las calamidades que ha tenido que sufrir su país para poder tener a un presidente así. Terminado The Wire, produjo con su amigo Burns, el ex poli, la miniserie Generation Kill, adaptación del relato que hizo el periodista Evan Wright de los primeros 40 días de la invasión de Irak.
Su pasión está ahora volcada en Nueva Orleans. Allí prepara su nueva serie, Treme, el nombre de un barrio de la ciudad que mezcla lo mejor de la cultura criolla y el jazz con la peor situación de delincuencia y criminalidad tras el paso de la tormenta. Dice que no es un The Wire en Nueva Orleans, sino un relato de la reconstrucción de una ciudad y de las cientos de miles de vidas que el Katrina dejó sin nada: “La gente de Nueva Orleans te dice que su ciudad no fue destruida por un huracán, sino por el cuerpo de ingenieros del ejército que había diseñado los diques. Y no mienten. Los holandeses saben cómo mantener el agua fuera de su país y nosotros no sabemos cómo construir un dique en el Misisipi”.
Y eso, por supuesto, es otra alegoría en la era pos-Bush: “Estamos viendo qué podemos reconstruir, o qué tiene sentido reconstruir. No es sólo un dique: es todo aquello que debería habernos protegido, desde nuestras instituciones económicas y políticas hasta las regulaciones empresariales que deberían haber servido para supervisar que no hubiera desastres económicos. Y resulta que esos mecanismos eran tan débiles como los que construyeron los ingenieros del ejército en Nueva Orleans”.
EL PAÍS. 26 de julio de 2009
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