Lo había visto en unos anuncios de televisión y la pinta era inmejorable, tanto en diseño, sonido como grandísimo complemento para el juego personal. Madelman sabía muy bien lo que hacía y recibía un premio tras otro por la calidad de sus complementos, pero aquel helicóptero era algo fuera de lo común, una pieza espléndida la miraras por donde quisieras.
Fue un petición expresa a los jefes de la casa, la hizo con ese egoísmo y ceguera que se tiene de chaval cuando sólo piensas en el juego, la diversión y tus únicas preocupaciones son algún que otro examen, pero desde luego no pensaba si la familia disponía de efectivo para sus caprichos. Pero aún eran buenos tiempos en aquella casa y el regalo, finalmente, llegó a manos de nuestro merodeador.
La caja ya lo decía todo, bellísima con una excelente ilustración evocadora, delicada en diseño como pocos juguetes españoles de aquella época, hablábamos de lo mejor que podías encontrar por entonces. Sacó el helicóptero, de un color amarillo “civil” inmejorable, con todos los detalles, como bidones de combustible, calidad en cada pieza y esa bomba creativa que era el gatillo. Cogió con naturalidad la nave metió dentro un Madelman inadecuado, le dio al gatillo y empezó a sobrevolar pasillos, cuartos y cocina, metiendo el ojo detrás de la cabina y cerrando el otro para trabajar bien el efecto perspectiva y hacer unos buenos giros imposibles en la realidad. Si a ello sumabas el excelente sonido que producía, la experiencia de juego la valoraba en sensacional.
Amaba aquel objeto, lo cuidaba y dejaba en su caja original entre vuelo y vuelo. Una caja amplia y gozosa que permitía dejar dentro otros madelmanes, algún complemento y piecerío vario. Las piezas de estos juguetitos eran oro y las cuidaba con esmero, eran pequeñas y muy bien moldeadas, perder una siempre era un gran disgusto, pero ocurría, como ocurría con las roturas de articulaciones de los maniquíes, casi le dolían más que al propio juguete.
Y llegó la mudanza en aquel año inolvidable. Estaba muy ilusionado por la nueva casa ya que podría disponer de un cuarto para él solo y, aunque la compañía del hermano era maravillosa, los años pasaban y ya era tiempo de territorios privados. Preparó bien los materiales que cuidaba con esmero ante un cambio de vivienda que, en aquellos tiempos en lo que todo es enorme, se antojaba complicadísimo y lejanísimo, cuando en realidad no lo era, pero para él, tan metido en su barrio y sus amigos, aquel nuevo destino sonaba a las Antípodas. Papeles de periódico para envolver materiales, y ninguna duda ante las cajas conservadas de los juguetes más queridos, nada podía fallar.
Pero falló. La magnífica nave, junto a otras delicias, como el precioso jeep safari, el Corsario en su caja, con su cañón, balas, loro y parche, naufragaron en el camión de la mudanza, o más bien fueron donados a silenciosos beneficiados que nunca levantarían la voz en el futuro. El dolor de aquel chaval ante la pérdida de materiales a los que tanto valor daba es algo que no podía ni sabía explicar a los demás. Ya no era un niño, o casi, o sí, pero quería a sus viejos cacharros, era un poco urraca, como lo son algunos de los coleccionistas que conocería más adelante, pero ni recibió explicaciones ni consiguió nada por mucha pataleta que montara. Y aquel helicóptero fue a pique derribado por una madre especialista en destrucción patrimonial, una característica muy extendida entre el colectivo, tan pragmático y eficaz, como es el maternal.
Son cosas que pasan y la vida siguió adelante, eso sí, sin vuelos a ojo guiñado. Tampoco quedó un solo Madelman para pilotar la nave, siniestro total.
Muchos años después, nuestro merodeador encontró un Madelman en un mercadillo y eso promovió que recuperara algunos de ellos, no los que compartieron sus aventuras, pero sí unos primos hermanos muy majos, todo llega, y aunque él sabía que la nostalgia es ese dolor que te punza cuando pretendes encontrarte con momentos que no volverán, continuó recibiendo puñaladas de placer y dolor siempre que podía.
Ya mayor, por carambolas de la vida y, estando en casa de la familia, de la que ya hace más de veinte años había partido en vuelo sin motor singular, le ocurrió algo curioso. Un vecino tiraba sus juguetes, otra madre pragmática derribaba aviones, hundía barcos y dinamitaba trenes, pero eran ajenos. Entre el material enviado al contenedor relumbró un estallido amarillo, era él, era un helicóptero Madelman amarillo.
Eso no fue una punzada nostálgica para nuestro protagonista, fue una puñalada que le atravesó la caja torácica, pero con un curare impregnado de alegría. Recogió la nave maravillosa y se la llevó al hangar familiar, radiante de alegría. La dejó en casa de los padres, en esos momentos no podía llevárselo consigo, cogió el coche y, con una sonrisa en la boca salió a su domicilio, sabiendo que iba a incorporar aquella pieza soñada a su humilde pero querida colección.
Pasados unos días cogió un par de bolsas para ir a por su deseado objeto que se iba a venir a la guarida junto con un par de objetos más, aparcó su coche, entró en la casa paterna y presto subió los peldaños a por el paradigma de los juguetes setenteros. Se encontró con su madre y se saludaron con afecto y alegría, preguntó por su objeto y, sí, lo había hecho, había derribado de nuevo su helicóptero amarillo, ametrallado, destrozado por mil obuses y, enviado a un contenedor de basuras, ya andaría triturado en alguna montaña de desechos. El estupor y el semblante lo decían todo, en silencio se dio media vuelta, dejó las bolsas de plástico y se fue por donde vino.
2 comentarios:
Reponerse de todo tipo de tragedias y frustaciones también es cualidad indispensable de todo merodeador que se precie. Además, no hay dos sin tres ¿no?
Absolutas tragedias que seguro curtieron al merodeador.... creo que los helicópteros amarillos ya no se encuentran ni en los desguaces... jajaja, un abrazo
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