Nada mejor que pasar desapercibido allá donde uno vaya y esa era una de las máximas de nuestro merodeador. Años de aviones y de visitas de pueblos y ciudades le habían enseñado que no hay nada mejor que ser uno más para poder descubrir las verdades de las gentes y espacios que iba conociendo, de esa manera aprender más, conocer mejor y disfrutar exponencialmente.
Muchas
veces, según su experiencia, no era tanto la diferencia entre culturas
sino la que encontraba, dentro de un mismo país, entre las zonas
interiores rurales y las ciudades. Las grandes urbes tienden, con
las excepciones obvias, a parecerse más unas a otras, por desgracia. Las
franquicias, los deleznables Starbucks, las pésimas hamburgueserías son
un cáncer imparable para personas como nuestro curioso andarín, y cada día y cada
viaje se los iba encontrando en los mejores locales,
fueran edificios históricos o no. Un Zara, un McDonalds, un Starbucks y un Ale Hop! con la vaca, la plaga comercial del presente.
Caso aparte le merecen los comercios locales, hervidero de artesanos y sabios personajes, cada vez más escasos y más valiosos, animales de la elaboración en clara fase de extinción. Nada como un buen panadero, un electricista de la vieja escuela o un vendedor de piecerío de automóvil, que, además, lleva siempre incorporado un agradable olor a aceite de lata.
Llevaba tiempo con el coche de aquí para allá por pequeñas ciudades y pueblos del interior de Portugal, disfrutando de comercios soberanos, excelente comida y esos oasis de la sabiduría que son las tiendas artesanas que hacen cosas que ya no se encuentran. Precisamente en ese tipo de comercios no entienden bien el gran aprecio que tenía nuestro protagonista a su buen hacer y recibían, en algunos casos, con cierta indiferencia o extraña preocupación su actitud emocionada en exceso ante un quehacer que ellos entiende como rutinario y normal.
La ciudad era pequeñita, muy provinciana, muy bonita y elegantemente tranquila. La tienda que atisbó era una mezcla entre repuestos de automóvil y placas de señalética para profesionales, de esas que se ponen, o se ponían, en los portales. Inmediatamente accedió al local donde un mujer de mediana edad, con semblante de andar ciertamente ocupada, miraba por encima del hombro del cliente local que le pedía algo esperable y adecuado en relación a sus soluciones a la venta. Pero por detrás de ese hombro conocido andaba un tipo que, además de desconocido, olisqueaba las para él curiosas propuestas, para ella material vulgar diario.
Esa actitud le provocó a la vendedora una mezcla de curiosidad e incomodidad, hasta de cierta nerviosa impertinencia ante la atención hacia unos productos que ella consideraba materiales de utilidad, eficaces, de consumo, punto.
El merodeador atisbó una maravillosa máquina manual de hacer matrículas, de las de la vieja escuela, con un buen grosor en el relieve y chapa de las que gustan en todas partes. Era lo que andaba buscando, hacerse una chapa para su garaje personal, comprada en aquel lugar lleno de magia, de verdad y de desconfianza.
Llegó su turno y la mirada de la vendedora se enmarco en la exigencia, el idioma tampoco iba a jugar a favor de nuestro amigo, nada de inglés bisagra, el autóctono y rapidito.
“Me gustaría una chapa de matrícula”.
¿Una
chapa de matrícula? Pensó la vendedora …. ¿Pero este tipo está mal de
la cabeza? ¿Para que quiere un forastero una chapa de matrícula? ¿un falsificador? ¿será un loco o simplemente está
de chanza con servidora?. Su mirada decía eso y más.
“Quiero una chapa de matrícula que ponga GARAGEM”
¿Cómo? Pensó la vendedora. Las chapas de matrícula son para poner matrículas, números de vehículos y sustituir las deterioradas, pero ahora este tipo me pide una chapa que ponga garagem.
“Es que he visto que en muchos garajes del país los propietarios se ponen estas bonitas chapas en la puerta de sus aparcamientos”.
La vendedora miró a la mujer que acompañaba a nuestro merodeador, como diciendo “¿usted entiende algo?” y la compañera de éste, ya acostumbrada a peticiones chocantes en lugares inadecuados le contestó con una mirada de esas que dicen “hazle la placa y no le des más vueltas.
“¿Para que quiere la chapa?”
“Para mi colección”.
Los ojos de la vendedora se abrieron expresando un gesto entre el horror, la repulsa, la condescendencia y el estupor.
“Son diez euros, eso sí, pague por adelantado. Deme diez minutos”.
Nuestro protagonista observaba a la vendedora realizando la matrícula, emocionado, ella, de reojo, no perdía de vista al cliente y seguía buscando explicaciones donde no las había. Acabó su trabajo, envolvió la bonita matrícula en un viejo papel de estraza y la entregó con frialdad. El merodeador salió feliz de nuevo a la helada calle portuguesa mientras la comerciante se quedaba cuchicheando con nuevos clientes y compartiendo, seguramente, con ellos una expresión de estas características: “hay gente para todo”.
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