Siempre pensó que resultaba muy interesante ver el arte original de los dibujantes de tebeo, más que nada porque viendo la imperfección, las correcciones, los retoques, la aplicación de la tinta y del lápiz podría entender mejor las técnicas y estilos de los maestros que admiraba.
Nada más importante que el guión a la hora de hacer una historieta y pocas cosas más complejas que alcanzar la sencillez y la máxima expresividad con cuatro simples trazos. Admiraba a aquellos tipos que conseguían esbozar una sonrisa y transmitir una sensación aunque hubieran hecho miles de páginas y trabajado en mesas infames por un sueldo miserable en una España cateta en la que la cultura costaba menos que el papel en el que se imprimía un tebeo semanal.
Tampoco entendía muy bien las actuales cazas de brujas hacia aquellos artistas que eran hijos de su tiempo y había que leer y comprender dentro de un entorno donde África era un lugar donde se cocinaban exploradores, las damiselas eran protegidas por un esbelto espadachín o algún personaje gordito era famoso por eso, ser gordito.
Por eso le gustaban tanto estos trabajos que ahora no se entendían o se entendían mal, porque nadie se molestaba en explicarlos. Simplemente, los dueños del dogma y la razón, preferían censurarlos, denunciarlo, eliminarlos de las tiendas y ponerles etiquetas para adultos. Políticamente incorrectos hoy, depende para quien obviamente, pero alejados de la falsa moral actual pensaba. Siempre le sorprendió que los chavales pudiran atropellar ancianas en un vídeo juego pero que al bueno de Tintín, o más bien a su autor, lo tacharan de nazi. Sonrió mientras le echaba un vistazo a “Las joyas de la Castafiore”. “¡Qué mundo tan loco y tan hipócrita!”, pensó.
Llevaba tiempo detrás de un dibujo original de uno de los maestros del tebeo, especialmente de una de sus obras más políticamente incorrectas, llena de negritos, de cazadores, de cacerías y de enormes tinajas al fuego con humano en pepitoria dentro, además de algún curioso baile… y monos, unos cuántos monos, los monos nunca sobran y siempre mejoran cualquier propuesta.
Tras búsqueda y bordeando senderos extraños al final el original llegó a manos del merodeador. Era todo lo que esperaba, sencillez, imperfección, correcciones, texturas, trazo humano, papel, tintas que dicen mucho de las manos de los maestros, tan geniales en su simplicidad. Una de las cosas que siempre intentaba hacer era conseguir obtener el tebeo impreso que contenía la obra original adquirida, nada más bonito que enmarcar juntos, como en una especie de círculo cerrado mágico, el original con la impresión. Paladear ese cambio de escalado, de la loca aplicación de las pobres, escasas e inadecuadas tintas directas de las imprentas industriales de mediados del siglo XX. Un original enmarcado es algo gozoso, pensó, pero junto a la obra impresa es una lección y una historia para saber entender el trabajo de esta gente. No andaba muy desencaminado en su reflexión.
El reto del original conseguido no era menor, ya que pertenecía a una colección, la del clásico TBO con más de dos mil quinientos números editados en sus diversas generaciones, una locura en papel. El asunto era mayúsculo y el coleccionista un mal experto e impaciente conseguidor, alejado de esos doctos eruditos que, con ciencia y sabiendo esperar, acaban consiguiendo casi todo lo que se proponen.
Pensó que no era mala idea contactar con uno de esos científicos del tebeo para que le echara una mano, que en el país alguno había. No tardó en contestarle a su petición de ayuda tebeística. La respuesta le sorprendió:
“Querido amigo, una de las cosas más bonitas de este universo de los originales de tebeo es conseguir la pieza impresa, que a veces es un trabajo ímprobo por la profusidad y complejidad de las publicaciones de nuestro país. Le invito a que investigue bien cada milímetro del original que ha conseguido, busque pistas, números o anotaciones. Puede que en alguna de esas pequeñas huellas encuentre usted el camino hacia lo que desea. Afectuosamente, el supercientífico de los tebeos”.
Nuestro protagonista, emocionado por el comentario del experto, tiró de cuenta-hilos y se trabajó afanosamente el dibujo, anverso y dorso, como si estuviera buscando en un grabado de Durero. Nada. Nada de nada. Maldijo la falta de marca y se resignó a no encontrar, en el océano editorial de la publicación, la pieza anhelada.
Búsquedas en internet, foros, viejos “pdfs”, recopilatorios, nada.
“No pasa nada”, pensó, "me gusta así", y metió la pieza en una carpeta, bien protegida, preparada para ser llevada al enmarcador la semana próxima, la actual se le había echado encima. Siempre le producía una cierta y divertida expectación el saber cómo iba a funcionar un arte enmarcado, aunque en eso innovaba poco. El enmarcado, pensaba con férrea disciplina, es algo circunstancial que no tiene que apoderarse jamás del protagonismo, por esos sus cosas siempre estaban enmarcadas igual. Aprendió esa pauta de un coleccionista de los buenos y consideraba que era una buena pauta.
El original quedó en la carpeta, Preparado para ir a quirófano. Llegó el fin de semana y, como no, nada mejor que un rastro dominical, algo escaso de delicias, pero siempre interesante para pasar el tiempo. Pasó por los puestos sin excesiva emoción y, en uno de ellos había una vieja pila de tebos ya con unas cuantas decenas de años. Entre ellos había un TBO, concretamente el 1754. Esbozó una sonrisa porque en portada, como si fuera un cartel de circo, aparecían todos los “artistas” protagonistas de las páginas, clásico truco de las editorial para atraer la atención de la chavalería en los tiempos en que estas cosas se compraban en kioskos.
Y la sonrisa respondía a que unos de los anunciados era el personaje que esa semana había llegado “a casa” en forma original. “Qué gracia”, pensó. Pasó con displicencia las páginas, de forma muy poco profesional y, un segundo antes de devolver el viejo tebeo a la montaña, recibió un impacto súbito visual, una ráfaga de esas que provocan un brutal sudor de manos. Era la página, en el tebeo estaba la página que buscaba. ¿Un milagro?, ¿Un mensaje divino?, ¿La lotería nacional?, ¿San Tebeo de todos los Santos?. Era algo tan imposible, tan rocambolesco que resultaba inimaginable.
Era el tebeo 1754 y ahí estaba el original impreso. Con sus colores imperfetos, con su escalado reducido, con su pátina y el amarilleo de la edad. Dejó todo, pagó y se fue a marchas forzadas a su casa. “¿Cariño, a qué no sabes lo que me ha pasado? ¡Me ha tocado la lotería de los tebeos, me ha tocado el 1754!”.
2 comentarios:
Amigo Antonio, no dudes que aquel día, la diosa Fortuna te sonrió, como no es habitual. Te envió la mejor de sus sonrisas, porque sabía que te la merecías. Fuerte abrazo de Javier.
Las crónicas son historias de un merodeador, nadie sabes quien es, pueden ser fábula o pueden ser realidad, o pueden ser realidad novelada. Son historias para entretener pero dejemos en la nebulosa si son ficción o realidad y quién es el protagonista porque eso no tiene ninguna importancia, abrazos
Publicar un comentario