Que un templo con esta historia y con el maltrato sufrido vuelva a la luz y reabra sus puertas, es una enorme satisfacción para todos los zaragozanos. Ubicado en el recinto donde otrora había una iglesia románica, la vieja estructura mudéjar del XIV ha dado paso, tras varias restauraciones, a la clásica mixtura artística de la ciudad, una urbe milenaria que ha visto pasar todos los estilos y creencias por sus calles y que genera, en algunos de sus espacios, mezclas barrocas con mudéjares, gotas neoclásicas con viejas estructuras mudéjares, incluso románicas.
Lo más característico de la iglesia, muy querida por los zaragozanos, es su torre, que bien recuerda el paisaje del mejor Teruel, y ese ábside poligonal donde, en años pasados, una marca cervecera dispensaba pintas en las fiestas locales y que bien denunciamos aquí.
Delicioso el viejo confesionario, exquisito diría, muy seleccionadas las lámparas, sobrias, elegantes y adecuadas.
Aprovechen el Rosario de la tarde, silencioso y frecuentado por 6 o 7 señoras muy educadas, para ver ese excelente retablo barroco, pequeño pero rico, las capillas laterales que alberga algún que otro tesoro y, si les dejan, la cripta. En soledad, sin visitas guiadas y, casi en silencio, sólo roto por un suave y educadísimo Rosario a 6 voces.
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