Los años corroboraban esa intuición que tuvo de joven de que viajar, conocer otros territorios, le harían mejor tipo y que, además, le ubicarían como individuo en esta locura de opiniones sesgadas y poco documentadas que le rodeaban a diario. "Nada mejor que este lugar, nada peor que este otro, no se come como aquí, no hay nada como allá". Paja sin fundamento. Cada uno disfruta de una manera y categorizar los espacios, los países, las ciudades y las sociedades es como hacerlo con la música y el cine. Gracias a Dios cada uno busca distintas formas de comprender lo que le rodea.
Por eso había vivido una época de cierta frustración al encontrar incompleta su vivencia personal, sabía que quedarse con lo que hay, conformarse, no entraba dentro de su forma de entender la vida. Quería ver cómo eran otras gentes y poder alcanzar conclusiones. Nada de hacer muescas en el revólver, de tachar museos o espacios mass-media, sino de acumular experiencias e inspiraciones. Cuando leía de chaval que Francisco de Goya se había ido a Italia a crecer y que había acabado en Francia por forma de sentir, se preguntaba por qué. Había algo fuera que bien tendría argumentos para que se hicieran los Grand-tours del XIX, y qué decir de los navegantes españoles y portugueses. Bueno, lecturas y episodios inalcanzables que le empujaban a salir de vez en cuando.
Lo mejor que le ocurría cuando llegaba un país deseable y deseado es que, casi siempre, el lugar colmaba sus expectativas, sería por la actitud esponja, pero sobre todo por las gentes que lo habitaban, en su enorme mayoría sencillas, generosas, cercanas, amables y muy respetuosas con el extraño.
Así ocurrió en Siem Riep, un lugar fascinante, único en el mundo, Un espacio donde un brutal complejo de edificaciones renació bajo la selva. Ésta, lentamente, lo había devorado durante todos estos siglos pasados. Ahora el lugar aparecía ante los ojos humanos, rodeado de viajeros, humedad, elefantes y algún que otro insecto. Había disfrutado en Camboya, un país dolorido y golpeado por unos y otros, donde la gente vive con poco, con respeto e inteligencia, pero de forma muy humilde y con pocos recursos económicos y muchos menos materiales. En sus caminatas había visto las casitas, casi chozas, preparadas para las inundaciones, donde toda una familia vivía junta casi siempre con una sonrisa en la boca y el mejor de los saludos hacia el curioso.
Lo que más le divertía, en ese día a día de loco devenir en las calles y pueblos, eran los comercios tan creativos, sobre todo las gasolineras. La gasolina se servía en botellas de refresco, sobre todo de Pepsi, muy divertido. Botellas que, de tanto trajín, habían perdido su lustre, estaban como los viejos faros de los coches cuando pierden su brillo y transparencia, casi traslúcidas más que transparentes.
El merodeador se dirigió a uno de esos puestos a pedir que le vendieran una botella vacía, un objeto pop publicitario con mucha categoría que, además, llevaba consigo una historia fenomenal. Nada, no había manera. Eso era para lo que era y el gasolinero no cedía ante la pequeña solicitud. Bueno, pensó, no pasa nada. Se sintió como que estaba “fuera del sistema” y había entrado en un mundo paralelo donde no era admitido.
Pasaron los días y se puso a tiro acceder a un lugar especial y consiguió la ayuda de Pisey, un tipo pequeño, joven y pizpireto, ataviado de forma sobria pero con estilo, que para occidentalizarse llevaba siempre unas Ray-Ban de aviador y un sombrerito de paja muy gracioso. Pisey abría puertas, eliminaba problemas, accedía a lo inaccesible y siempre se quedaba en un segundo plano. Quiso compartir algún momento, como un refrigerio o un simple bocadillo en alguna de las etapas, pero siempre prefería ir a retaguardia. Eficaz y discreto.
Surgió cierta complicidad entre Pisey y nuestro protagonista y, por una vez, accedió a compartir un refresco. “Me ha llamado la atención que se venda la gasolina en botellas de refrescos americanos”. “Sí”, respondió el camboyano, “A unas decenas de kilómetros de aquí, ya devorada por la selva y en ruinas, hay una antigua fábrica de Pepsi-Cola que los americanos abandonaron cuando se fueron del país. Quedaron miles de botellas perdidas en aquel lugar y la gente les ha dado un uso para éste y otros temas”.
Al merodeador se le erizaron los pelos de los brazos, vaya aventura sería poder visitar esa vieja fábrica de Pepsi, pero su avión partía al día siguiente y no había tiempo material de poder ver ese monstruo capitalista tragado por los helechos. Pisey apuntilló “Yo de hecho tengo una, la utilizo de jarrón en casa para flores, es nuestro jarrón”. La necesidad y la creatividad están por todos lados y es maravilloso como, de forma natural, aquellas gentes le habían dado una nueva vida a un simple recipiente de vidrio.
La historia era fascinante y la verdad que fue un placer para el viajero el compartirla de esa manera, tan relajada y sincera, con el bueno del guía. Al día siguiente salía el avión de vuelta a Europa y había que preparar bultos y transporte para llegar al loco y poco riguroso aeropuerto local. Llegaron con el tiempo adecuado, en estos sitios siempre es mejor ir con cintura y empezaron a hacer las gestiones para salir de aquel paraíso de gentes, historias y sensaciones. De repente apareció Pisey, por supuesto llevaba sus gafas Ray-Ban y una colorida camisa que le daba cierto toque de distinción, quería despedirse de sus acompañantes de aquellos días, todo un detalle en un lugar como aquel. Cuando estaban a punto de despedirse, el camboyano sacó una paquete envuelto en periódico que entregó al sorprendido merodeador. Al abrirlo vio que era una botella de Pepsi curtida en mil batallas. “Quería regalarte mi jarrón”. El viajero se quedó sin palabras, se dieron un fuerte abrazo y se despidieron con gran emoción. No se veían los ojos del asiático, las Ray-Ban son una cortina de emociones imponente, pero si pudo distinguirse cierto brillo especial en los ojos del europeo.
2 comentarios:
Qué bonito.
Me alegro de que te haya gustado, abrazos!
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