Era una de las plazas más bonitas de la ciudad y había surgido de una estructura antigua, gótica, que retrotraía a tiempos en los que las edificaciones crecían de manera orgánica y desorganizada produciendo esquinas imposibles, callejones nunca proyectados, arbolado de grandes dimensiones atosigado por el cerco de construcciones y un precioso racimo de comercios llenos de emociones y sabor.
La ciudad se lanzaba imponente hacia un nuevo tiempo de descubrimiento que había convertido la vieja plaza, antes oscura y llena de matices en un lugar de claro atractivo para visitantes y curiosos. La veterana churrería de aquel hombre simpático y trabajador llegado desde Murcia había cerrado la persiana hace unos meses, también la fascinante tienda de carnaval, llena de disfraces, máscaras, bromas desternillantes y vitrinas únicas. Tampoco ya quedaba rastro de la transgresora y siempre alternativa tienda de tebeos, donde alguno de los mejores creadores underground habían pasado, entre chispeantes caladas de productos alucinógenos, tardes y tardes de conversación con clientes y vecinos. La otrora pequeña colección de puestos de artistas plásticos que alternaba talentosos creadores con soñadores gastadores de óleo mutaba en un impersonal mercadillo para guiris.
Las cosas estaban cambiando y nuestro merodeador asistía a como, todo aquel mundo, tan inspirador, iba desapareciendo entres sus manos, como la arena fina de la Costa Dorada.
Cuando caía la tarde aún se respiraba algo de magia, una antigua cuchillería en un espacio cercano, gestionada por una familia de espíritu germánico y sabio, le daba a la zona una enorme categoría cultural y comercial, mostrando a todos la belleza de un escaparate, la sabiduría de saber colocar tijeras, navajas o simple cuchillería, la eficacia de un buen y elegante display publicitario o lo bien que luce el acero sobre un fondo crema de seda poniendo en valor el trabajo artesano. Las galerías que nacían de uno de los laterales de dicho comercio soberano, avenida chic de tiendas variopintas, sólo para gente de buena cartera, era ahora una especie de carnaval de baratijas, consumo de medio pelo, tatuadores y Harry Potters para la chiquillería.
Pero nuestro caminante pensaba, “siempre quedará la juguetería” y, con ganas de disfrutar de aquel momento tan único, dirigió sus pasos hasta la parte opuesta de la plaza. Allí seguía, donde siempre, como hace cien años. Escaparates compartimentados con fría luz de fluorescente, tematizados como Dios manda, con preciosos cristales en la zona elevada que indicaban, con coloridos dibujos, las maravillas que podías encontrar en cada ventanal. Juguetes de playa, los típicos de kiosko, los destinados a las familias opulentas, el toque coleccionista, indios, vaqueros, soldados, pistolas, pelotas y trompetas.
El color de la carpintería, de un aguamarina delicioso, le daba un toque fresco, divertido y valiente. Algunos de los vidrios todavía gozaban de la imperfección del soplado a mano. La tipografía de los rótulos, sobre cristal y pintados a pincel pedían ir directamente a un museo como símbolo de los tiempos en los que las cosas se hacían con amor, calidad y arte. Ahora, pensaba, son tiempos de plotter barato, de cartón pluma y usar y tirar. Antes un rótulo era para toda la vida y se encargaba a un señor que se llamaba rotulista que, sobre madera, cristal o lo que fuera menester, desplegaba su magia.
Embelesado por la belleza de un comercio que amaba, una vez más, cruzó el umbral de la puerta y pudo pisar las divinas baldosas hidráulicas, ver esas estantería enormes, poderosas, llenas de juguetes, cientos de juguetes. Admirar los mostradores, de soberbia carpintería, que transparentaban la magia y el desgaste de haber envuelto millones de paquetes para el día de Reyes y los cumpleaños de miles de niños de todas las épocas.
Las esquinas seguían llenas de triciclos, osos de peluche, juguetes de playa, algún divertimento contemporáneo con cajas que no correspondían a un paisaje tan encantador. Era una maravilla poder ver esas cajoneras donde aún quedaban, algo olvidadas, colecciones de objetos, como canicas, pequeños sacapuntas o sencillos juguetes que ahora ya nadie solicitaba.
El visitante saludó, como siempre, a los dueños. “Cerramos” dijo con una mueca la hija mayor del veterano clan juguetero. Una puñalada trapera sintió el merodeador en su estómago, porque sabía que era la última vez que disfrutaba de esa maravillosa sensación comercial. Compartieron buena conversación, llena de bonitos recuerdos, verbalizando el clásico “cómo ha cambiado todo, los chavales ya no juegan con estas cosas”.
Mientras hablaban nuestro protagonista pensó; “quiero tener mi último juguete, el recuerdo único de este lugar tan maravilloso”. Sacó un billete de mediano porte y, con una sonrisa en la boca, le solicitó al patriarca: “Con este dinero elija usted un juguete de la tienda, de los viejos, pequeño, de los que ya nadie compra, no me diga que juguete es, envuélvalo y cóbrese, nunca lo abriré".
Con risas y sorpresa por parte de todos, así se realizó la ceremonia. El veterano comerciante entregó el juguete secreto al merodeador que, agradecido, saludó efusivamente a todos y cada uno de los queridos empleados en agridulce despedida.
Pasó un año y regresó a la ciudad, a la plaza y a la esquina. Nada quedaba de la juguetería, de las cristaleras ni de las vitrinas. Nada quedaba del suelo hidráulico, de las molduras y de la luz. Nada quedaba de los triciclos, de las gentes ni de los rótulos. En el local se presentaba un bar de “pintxos y tapas” para guiris, de esos a lo que los españoles no vamos nunca, más que nada porque las croquetas nos gustan recién hechas y el calamar rusiente. Y entró, y pidió un “pintxo” que resultó frío y seco, y miró hacia arriba, a los lados y a la barra, y pensó “lo que se van a perder nuestros hijos y nuestros nietos”. Se levantó de la impersonal mesa de la franquicia de tapas funestas y atravesó la puerta sabiendo que una vieja sensación se había muerto y, convencido de que jamás volvería a ese local, se fue calle arriba sin mirar atrás.
4 comentarios:
Confiesa, Saz. ¿Qué juguete había en el paquete?
Qué lástima da ver como los comercios tradicionales van desapareciendo.... y qué bonito gesto el del merodeador.....
Pues la leyenda dice que el paquete nunca se abrió y que sigue en manos del merodeador exactamente igual que cuando se adquirió.... pero las leyendas y los cuentos ya sabes que son eso, leyendas.... je, abrzs Guti
Bueno, son relatos Arish, pero cierto es que los comercios de este tipo están desapareciendo y que ese merodeador, que yo sepa, es amante de este tipo de detalles... un abrzo
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