Entrevista hoy en el diario EL PAÍS: Jesús Ruiz Mantilla.
Fotografía: Samuel Sánchez.
"Debajo de esa capa histriónica se esconde un gran tímido. No vayan a pensar que Javier Gurruchaga es ese showman
constante que viajaba con nosotros hacia la modernidad en un tren donde
se juntaban alrededor de la Orquesta Mondragón monstruos de Tod
Browning y criaturas de Fellini. Desnuda ahora nuestro tiempo gracias a
Aristófanes en Pluto, personaje con quien ha triunfado en el
festival de Mérida en clave musical. Sigue en el meollo gracias al
teatro, la música, el cine, aunque apartado del pantallazo televisivo.
Pregunta. ¿Qué fue de su vida?
Respuesta. He pasado a un plano más discreto después de haber hecho televisión.
P. Con aquellas audiencias de 18 millones, ¿cuesta después pasar a otra escala?
R. 18 y 20 millones, a veces, con cosas concretas. Me viene a la cabeza, ahora que está pasando lo de Pujol, el sketch
sobre la Moreneta y la pela. Tuvimos muchas presiones. Ahora la
televisión no resulta tan incómoda, si quieres, un poquito picante, pero
la esconden.
P. Con Aristófanes y su Pluto a lo Blues Brothers, ¿qué nos enseñan todavía los griegos?
R. Tiene una mirada, con la que está cayendo, que
pareciera espiándonos por una rendija. Verdades como puños escritas hace
2.500 años pero que funcionan como un guión perfecto de nuestro tiempo.
P. Le imagino a usted, como showman, entrando a los sitios y gritando: “¡Ladies and gentlemen!”
R. Soy bastante diferente a mi imagen. Me considero
tímido, introvertido: la educación que me impuso mi madre, Antonia,
maravillosa cocinera, más beata que la que me inculcó mi padre, me ha
podido vencer. Un colegio de frailes, en fin, marca ciertos acentos.
P. Pues salió por peteneras.
R. A la hora de manifestarme ha brotado mi Mr. Hyde,
pero soy más reservado, más hijo único. Lo que sí me di cuenta es de mi
capacidad para entretener y animar en el colegio, pero era una válvula
de escape.
P. ¿Para lo que le rodeaba o hacia sí mismo?
R. Ambas cosas. A esa cultura preponderante y a una
vida de estrecheces. Mi padre, ferroviario, y mi madre ayudaba haciendo
horas de cocinera en casas de aristócratas. Nosotros pertenecíamos a la
rama proletaria de San Bartolomé, en Donosti, facción pobre. Todo eso
quedó en mi cabecita, pero también para no convertirme en alguien beato y
sí consciente de sus orígenes humildes.
P. ¿Conciencia para el rencor?
R. No, no, no, para saber de dónde venía, sencillamente. Rencor, ninguno.
P. ¿Qué aprendió en casa de las marquesas?
R. Me limitaba a mirar fotos de monarcas mientras
les limpiaban la plata y me regalaban magdalenas y bollitos de Francia.
Todo eso, es obvio, me ha servido después para mi trabajo.
P. Y a ese niño, admirador de Elvis o The Beatles,
¿qué le deslumbraba de aquellos seres en medio del San Sebastián
encerrado del franquismo?
R. Un soplo de provocación muy a contrapelo. Eran
muy subversivos porque aquí hasta hace poco la gente vestía con esos
abrigos verdes que se abrían por atrás.
P. ¿Los Loden?
R. Esos mismos. Y de repente ver a gente que llevaba
camisas de flores resultaba algo enorme. Me fui a Bayona a comprarme
unas gafas como las de John Lennon, muy chic, con dos cojones, para
tocar con mis primeros grupos: Calígula y Orfeo, antes de la Orquesta
Mondragón.
P. Eso, con Franco ya en el hoyo.
R. Sí, cuando ya se podían cantar esas letras de
Eduardo Haro Ibars: ángeles azules que se follan a las nubes, porros de
fresa y limón, todo ese mundo un poco felliniano en el que después
entraron a colaborar para nuestras letras Luis Alberto de Cuenca, Moncho
Alpuente o Joaquín Sabina. Todo eso ventiló aquella época de
traumatismo craneal que traíamos encima.
P. Tenían un punto de circo travestido.
R. Pues de Rocky Horror Picture Show, David
Bowie, Elton John, Lou Reed y el Bombero Torero, cómo no… Y unas
historias que bebían tanto de Saki como de Allan Poe, que nos marcaron
mucho, junto con Fellini, claro. Un recorrido que traía la consecuencia
de muchos años en los que no se podía ni hablar.
P. ¿Era usted de aquellos que cruzaban la frontera para ver El último tango en París?
R. No, la vi mucho después, pero varios de mis
compañeros en el banco, donde trabajé para pagarme la carrera o mis
clases de saxofón, sé que lo hicieron. Se iban pero volvían
defraudadísimos porque esperaban otra cosa. Luego, al verla yo años más
tarde, entendí por qué. Aquello era una obra maestra y no Emmanuelle.
P. ¿Qué aprendió en el banco?
R. A darme cuenta de que todo en ese ámbito estaba
dividido en escalafones, jerarquías, que era un ambiente muy kafkiano.
Gris, casposo, espantoso, no me gustaba nada. Y además me inculcó tal
miedo a entrar que ahora prefiero usar los cajeros.
P. ¿Por qué se muda a Madrid uno que ha nacido en San Sebastián?
R. Para grabar discos, centralizar las cosas… aquí
venía todo el mundo. Primero nos alojábamos en hoteles y después me
instalé en esta casa convento que tengo en Chueca, donde han rodado
Almodóvar y Berlanga.
P. Un lugar donde, como hacía Berlanga, da usted rienda suelta a su fetichismo. ¿En qué grado?
R. En eso comulgábamos el maestro y yo. Nos
intercambiábamos cosas. A él le gustaban los zapatos, muy amante de
Helmut Newton, el cuero y esas cosas, como se ve en París-Tombuctú,
por ejemplo. Mi fetiche son las gafas, los libros relacionados con
Gulliver y algo frustrado: los trenes eléctricos. Eso como hijo de
ferroviario al que por Navidad le regalaban trenes de tan ínfima calidad
que me duraban dos horas.
P. Ahora, ¿qué prefiere: el Madrid de Ana Botella o el San Sebastián de Bildu?
R. Me gustan ambas, con sus momentos. Quien gobierne
o no, apenas afecta a sus personalidades. En Madrid uno se siente más
ciudadano del mundo y en Donosti, si quieres, más bajo vigilancia. Las
siglas son perecederas. Yo me identifico con la grandeza universal
madrileña, donde no te piden tanto el carné, si quieres, y con ese
lirismo donostiarra de amigos y familia. Compatibilizo perfectamente
ambas aunque ya falten mis padres.
P. Y sin ellos ya acompañándole, ¿ha pasado de ser hijo único a hijo solo?
R. Es delicado, doloroso. Al regresar del estreno en Mérida de Pluto me emocioné. No tenía cerca a mi madre para decirme si nos había ido bien, aunque se lo comenté en alto. Ya no cuento con la amatxo ni el aita,
su pérdida es grande, todavía estoy saliendo de eso. Soy único, pero
también solo, es cierto, y con la edad me vuelvo más solitario, más
raro, sin esas llamadas de teléfono. Aunque mi madre era muy crítica
conmigo: me advertía, me ayudaba a controlarme antes de salir a escena.
Quedas en primera fila, pues sí, y esto va muy rápido.
P. ¿Le confesaron que hubiesen querido ser algo que no lograron?
R. La guerra les marcó. Mi padre era muy bueno en
matemáticas y mi madre, más artista. Fue ella quien se empeñó en que
estudiara música, aunque luego el oído se me fuera más para Otis Redding
y John Lennon que para el txistu. Yo provengo de familia de txistularis
por mis abuelos y tíos, muy reconocidos, los Iriarte.
P. ¿Cumplieron todos sus sueños a través del hijo?
R. A ellos quizás les hubiera gustado algo más
doméstico: jefe de sucursal, que formase parte de una sociedad
gastronómica, aunque soy un desastre a la hora de comer. Pero acabaron
muy contentos con su Javi, pese a que saliera protestón y no supiera a
veces apreciar la merluza."
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